7 abr 2012

COLOMBIA, CARTAGENERA

Ricardo, la enfermera

Por: Ghiovani Hinojosa

Una mujer cartagenera, atrapada en el cuerpo de un varón,se preocupa por la salud de aquellos que se burlan de ella. ¿Puede un travesti atreverse a ser enfermera en una ciudad en la que todos sus semejantes son putas y peluqueras?

Ricardo Urueta Caballero es ahora Victoria, una enfermera que trabaja en la Clínica Regional de la Costa, el único centro médico del popular barrio Nelson Mandela, en el sur de Cartagena. / Camilo Rozo Ricardo Urueta Caballero es ahora Victoria, una enfermera que trabaja en la Clínica Regional de la Costa, el único centro médico del popular barrio Nelson Mandela, en el sur de Cartagena. / Camilo Rozo


Si el paciente pudiese alzar la mirada, sabría que su enfermera luce una tímida barba. Pero está absorto, sumido en el dolor que le produce la inyección de varios chorros de glicerina en el oído izquierdo. La tratante le ha inclinado la cabeza con el fin de que el líquido llegue más rápido hasta el fondo de la cavidad auditiva; la lubricación de un tapón de cerumen es un asunto delicado. "Ella es muy profesional. Ladear al señor ayuda a que el agua salga fácilmente por efecto de la gravedad", dice, sonriente, la doctora a cargo del procedimiento. El escenario es la sala de urgencias de la Clínica Regional de la Costa, el único centro médico del popular barrio Nelson Mandela, en el sur de Cartagena.

Victoria, un travesti que en realidad se llama Ricardo, está en plena faena de voluntariado. Pregunta por los antecedentes clínicos del paciente, procesa los datos con atención y, mientras realiza el lavado auditivo, regala a los presentes una sonrisa coquetona. Vestida toda de blanco —incluidos los zapatos—, se confunde en el servicio como una enfermera más. De hecho, lo es: tiene la suavidad propia del trato femenino. Ahora masajea la nuca del señor como quien hace dormir a un niño. Le ha disparado tantos chorros de glicerina que el hombre, un sexagenario que apenas oye, está bastante sentido. "Muy amable el muchacho", diría el viejo al salir. En una región tan machista como la caribeña, este simple reconocimiento podría ser un atisbo esperanzador.

Ricardo Urueta Caballero, enfermera en una ciudad en que los travestis son putas o peluqueras, ya ha conocido el rechazo de quienes lo ven embutido en un mandil blanco. Hace pocos meses, mientras trabajaba en el hospital de Turbaco, un enfermo de cáncer de próstata se rehusó a que le colocara un catéter porque "no sé ella o él qué es lo que es". El médico enteró al paciente de que Victoria, apodada "la canalizaviejos" —por su habilidad para pinchar la vena de los ancianos— era la mejor opción para él. Sí que lo era: de un solo pinchazo dio fin a una dolorosa seguidilla de intentos. También ha debido lidiar con la idea irracional de que el VIH es algo así como el ADN de los homosexuales.

Pero quizás su paciente más difícil haya sido él mismo. Y su labor más titánica, extirpar los temores que de cuando en cuando lo visitan. Verlo arrullar a un varón se torna sobrecogedor, sobre todo después de conocer el daño que le hicieron los hombres.

* * *

Cuando era estudiante de Medicina, Ricardo descubrió la forma más macabra de homofobia. Aún no vestía de mujer, pero ya era un gay confeso. Tenía quince años, su cuerpo era pequeñito y estudiaba como un nerd. Es decir, era el candidato perfecto para blanco de la promoción. Un día, al desanudar la bolsa del sándwich que había llevado para merendar, tuvo una aterradora imagen: un pene diseccionado se escurría entre sus panes. Sus compañeros lo habían cercenado del cuerpo anónimo de un muerto y lo habían incluido como parte de su refrigerio. Ricardo se fue a quejar a la decanatura y consiguió que suspendieran a todo el salón.

Por esos días su cómplice era Bertucha, una estudiante de 37 años que lo cuidaba como a su hijo. Esto quedó patente, por ejemplo, cuando el profesor de Biofísica, un odontólogo cuarentón, se le empezó a insinuar sexualmente a Ricardo. Ella le aconsejó a éste que camuflara una grabadora de voz en su cuerpo para obtener una prueba irrefutable del acoso. Victoria titubeó durante la ejecución del plan y el proyecto se fue al fracaso. El agresor tomó represalias contra ambas: las reprobó sin ton ni son.

Ricardo, que de niño había querido ser sacerdote para esconder su homosexualidad, pudo estudiar sólo los cuatro primeros semestres de la carrera. A los problemas de acoso por parte de su profesor se sumó el congelamiento de la ayuda económica que recibía de sus padres. De pronto se vio en la calle, obligado a trabajar para cumplir con su meta de ser profesional. Luego de desempeñar múltiples oficios, entre ellos el de cocinero, logró financiar sus estudios de promoción social en el instituto Colegio Mayor de Bolívar. Allí aprendió pedagogía infantil y gestó su amor, hasta hoy desbordado, por los niños. "Me encantan porque no los puedo tener", precisaría años después.

Si existe un momento cero en la homosexualidad, ¿cuál fue éste en el caso de Victoria? Ella recuerda que ha presentado un comportamiento femenino desde que tuvo uso de razón. De hecho, ayudaba a su hermana mayor a armar los vestiditos de sus muñecas. La reacción de sus padres fue diferenciada: mientras su papá, con quien vive hoy, se mostró tolerante, su mamá, una enfermera que reside en Medellín, le hizo la vida a cuadritos. "Me pegaba a mí más duro que a mis hermanos", recordaría Ricardo con amargura. En cierta ocasión, Victoria llegó muy tarde a casa luego de salir a rumbear. Se había escapado con el hermano del novio de su hermana. Encontró la puerta entreabierta —como invitándola a pasar—, por lo que supuso que su madre al fin había empezado a aceptarla. Se equivocaba. Adentro esperaba ella, furiosa, con un palo entre las manos. Pero si bien las muendas que recibió por esos años dolían hasta las costillas, los golpes que destrozaron su alma fueron aquellos que provinieron de la lengua filuda de su progenitora. Como cuando le dijo que cómo se le ocurría estudiar enfermería, si esa era una carrera para mujeres.

Como es corajudo, Ricardo hizo de tripas corazón y no sólo se matriculó en una facultad de enfermería, sino que empezó a obtener calificaciones sobresalientes. En el primer semestre se ganó una media beca; en el segundo, un diplomado; en el tercero quedó entre los cinco primeros alumnos; y en el cuarto y el quinto, logró el primer puesto de la promoción. Hasta ganó el concurso de Chico Simpatía. Sus premios aquella vez fueron, entre otras cosas, vales para sesiones de masaje, peeling en el rostro y clases de gimnasio. Su travestismo estaba gatillado.

* * *

"¡¿Él es el que estabas esperando?!", grita, indignado, alguien, mientras el cronista se acerca presuroso a Ricardo y le da la mano. Están en la avenida principal de Nelson Mandela, si se le puede llamar así a esta trocha polvorienta. El sujeto de la bulla no puede creer que el foráneo haya esperado por veinte minutos la llegada de un personaje supuestamente tan irrelevante. Pero así como hay miradas socarronas que rodean a la pareja y parecen decir "Huy, el maricón se consiguió novio nuevo", las hay también de aquellas que recorren el cuerpo de Victoria con deseo y el del visitante, con celos. Por ejemplo, un vendedor de tienda se ríe ruidosamente mientras transita el dúo. Ni bien lo pierde de vista, Victoria murmura, pretenciosa, que el susodicho anda enamorado de ella. Los ojos chispeantes del comerciante lo ratifican.

Ricardo Urueta vive en la parte alta de una ladera del barrio Villa Fanny, que colinda con el Nelson Mandela. Es un lugar donde el agua del alcantarillado está regada por el suelo y los niños juegan cerca de ella sin cuidado. Hoy la anfitriona luce un top rosado que resalta sus bíceps tonificados, unos jeans celestes despercudidos y unas zapatillas de diseño geométrico. Su aspecto físico está pulcramente cuidado. Su cabello, aún hidratado, está peinado en forma de cola de caballo, sus lentes de contacto grises enverdecen sus pupilas y su nariz es refinada y puntual. Su piel ha sido levemente tostada por el sol. Su mirada, a pesar de ser traviesa, es triste: sus ojos tienen el sello de quien ha lagrimeado más de la cuenta. Cuando ella y el cronista arriban a la puerta de su morada, Victoria se apresura en traer una silla para el visitante. En otros dos asientos aguardan, coquetos, Juan, un gay veinteañero, y el Jesu, un afro también homosexual.

—Yo quiero ser la reina de la diversidad sexual para cambiar el paradigma de las dos reinas anteriores —dice la anfitriona esperando la aprobación de sus amigas.

—Quiero ayudar a que cada vez más travestis dejen de ser prostitutas o peluqueras.

Mientras al cronista esta tarea se le antoja ardua, colosal, varias personas se encargan de arruinarle el pesimismo: se acercan a Victoria con afecto y palabras de cariño. Incluso con comida, como una mujer que viene con un trozo de carne asada en la mano y obliga a Ricardo a degustarlo. "Se ve que te quieren", hace notar el visitante. Él lo admite, pero pone en perspectiva estas valoraciones: la respetan porque ven en ella a una chica trabajadora. Si hasta la han nombrado secretaria de la Junta de Acción Comunal de Villa Fanny.

Pero no siempre la valoraron tanto. Cuando recién llegó al barrio, hace tres años, algunos vecinos la agredían con la mirada y desplegaban contra ella mentiras comprometedoras. En una ocasión le atribuyeron la autoría de un ultimátum dirigido a algunas familias que debían abandonar la zona en 24 horas so pena de muerte, una práctica propia de los paramilitares. La ira de la comunidad fue tal que los insultos no la dejaron dormir.

Cierto día, Ricardo volvió a su casa y encontró sobre su almohada una piedra del tamaño de su cabeza. Al costado, una teja del techo partida por la mitad mostraba la magnitud del ataque. Su papá había dejado intacto el cuadro de la agresión para persuadirla de que se mudara a Medellín, con su mamá, o a Turbaco, donde posee una casa. Pero ella creyó que retirarse así equivaldría a reconocer una falta que no había cometido. Así que denunció al gestor de la patraña, un homosexual que vivía en Nelson Mandela, y decidió quedarse a vivir en Villa Fanny. En el fondo, lo que quería Victoria era ver felices a los pobres.


* * *

Ricardo será el primer travesti en Colombia —y quizá en el mundo— que tenga un busto de yeso en su honor en una plaza pública. La pieza está casi lista, próxima a ser exhibida en Sabanetica, un pueblo recóndito del departamento de Sucre. Ella ha llegado hasta allí como miembro del colectivo Legión del Afecto, que da asistencia social, artística y médica a los desplazados del conflicto armado y de las inundaciones. Cuando Victoria pone un pie en este lugar, la tratan como a una reina. "Me dan paseo por el mar, me quedo en las cabañas; es de lo más bueno", cuenta orgullosa. De hecho, la última vez que lo visitó, el año pasado, un grupo de 300 niños salió a recibirla en caravana. La valoran tanto aquí que fue el lugar donde la bautizaron como mujer, Victoria. Pero, ¿cómo es que llegan a querer tanto a un homosexual en el Caribe al punto de convertirlo en una diva comunal?

—Porque nosotros les brindamos un momento de alegría —dice Victoria tratando de ocultar su melancolía—. Y no soy yo el único homosexual: la mitad del grupo es gay. De hecho, nuestro símbolo es una mariposa.

Victoria solía alegrar a la gente sacudiendo su cuerpo al ritmo del mapalé. Se ponía un vestidito sugerente y, junto con otros miembros de Legión del Afecto, protagonizaba celebrados actos dancísticos. Aportaba calor humano allí donde sobraba el sol. Pero no todos la veían con candor. En una ciudad cercana, Sincelejo, cierta vez un hombre le pidió que bailara sólo para él. "Le doy la plata que usted quiera", le dijo. Victoria le preguntó al coordinador del grupo si podía hacerlo y éste le respondió que no. El solicitante, al enterarse de la negativa del jefe, se desesperó. La tomó del brazo raudamente y le exigió que, maldita sea, moviera las caderas. Ella lo hizo. "Tuve que bailarle. No me había dado cuenta de que el hombre era paramilitar. Me dio mucho miedo". Esa es la palabra capital de su vida, su Rosebud: miedo.


* * *

—Todos los días oro —murmura Ricardo cuando ya está caída la noche y a lo lejos se divisan las luces fulgurantes de la industria cartagenera—. A Dios hay que buscarlo en el interior de uno mismo, no en el templo, donde uno no sabe quién es bueno y quién es malo.

Ella, a sus 22 años, sabe quién es bueno y quién es malo. Bueno es, por ejemplo, el profesor de Medicina que le regaló dos implantes en las nalgas por su cumpleaños y no le pidió nada a cambio.

—Malo es... —la voz de Victoria se entrecorta—. Malo es… —la voz de Victoria se apaga—.

Bebe un sorbo de gaseosa y se queda pensativa, muda; mira el suelo, tirita. La noche suena a grillos. Fue a los cuatro años. El marido de su tía. Su mamá no le creyó.

—Tan marcado pero tan marcado quedé que les he tenido miedo a los hombres todo este tiempo —dice enrostrando súbitamente al cronista—. Sólo he empezado a perder el miedo con Andrew, el último de mis tres amores. Pero todavía sueño que me cogen, que me aprietan el brazo, que me jalan el pelo. A veces me despierto gritando.

El ultraje se repitió a manos de su profesor de Biofísica, ese que la pilló grabándolo en secreto. La decana de la Facultad de Medicina tampoco le creyó. Ni a ella ni a Bertucha, la testigo, que fue calificada como disociadora.

—Fue horrible —solloza Ricardo con los ojos cerrados—.

El cronista le da unas palmaditas en el hombro mientras él dibuja con los labios el puchero triste de un niño.


* * *

Victoria parlotea con otra enfermera en un pasillo de la Clínica Regional de la Costa. Están cogidas de las manos como dos colegialas. La noticia de una súbita intervención revuelve el pasillo. Victoria camina presurosa. Una anciana con úlcera en el pie aguarda echada sobre una camilla. Necesita que le venden la herida. Ricardo lo hace con prolijidad y sin aspavientos. Parece no afectarle el olor fétido que se esparce por el lugar. La mujer, sorprendida, le pregunta por qué no lleva mascarilla.

—Mire, doña, yo sé que algún día todos nos vamos a morir. Y nosotros, cuando nos morimos, nos descomponemos. Eso hiede mucho más feo.

Fuera de la clínica y ya camino a casa, Ricardo le contaría al cronista que una de sus mayores aspiraciones es reducir todo gesto de incomodidad en el paciente. Si la mascarilla va a generar una distancia psicológica entre ella y la persona que atiende, Victoria prefiere no usarla. Es su forma de decirle al paciente que lo siente. Éste suele corresponder el gesto con jugos, frutas y meriendas. A veces ya ni le toca almorzar. "Hay algunas enfermeras que son muy aristocráticas", dice respingándose la nariz con un dedo. Y sonríe. Ella, menuda, tímida, noble, es de la plebe.

*Ghiovani Hinojosa, periodista del diario 'La República' de Perú. Este trabajo es el resultado de un taller de crónica con Alberto Salcedo Ramos en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.

  • Ghiovani Hinojosa | Elespectador.com

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