Historias de vida
El arte de cuidar
La enfermería es una tarea imprescindible, que requiere una gran dedicación física y espiritual. Sin embargo, esta labor no tiene el reconocimiento que se merece. Cinco casos bien diferentes, unidos por la vocación de velar por los demás
Por Victoria Pérez Zabala | Para LA NACION
Ellas van, recorriendo pasillos, con los guantes puestos y la medicación justa; van, de cama en cama y de sala en sala, midiendo temperaturas y signos vitales; unos pacientes sufren por dolor; otros, por soledad. Todos las necesitan, las llaman, les agradecen o les gritan; se quejan, lloran, comen o duermen; ellas, a un costado, acompañan.
Ellas van, para que los enfermos puedan vivir o morir mejor. Ellas van, corriendo, tras el sonido del timbre. Al llegar, pueden encontrar una queja o la muerte: todo puede pasar en el día a día de la enfermera.
Una frase se repite en cada uno de los profesionales entrevistados: el médico cura, la enfermera cuida. Son imprescindibles porque "sin ellas no existiría el hospital", admitió un médico de larga carrera.
Sin embargo, su noble labor no es reconocida socialmente ni con un sueldo que compense la dedicación física y espiritual que demanda. Todo deriva en una cifra que alarma: en la Argentina hay diez médicos por cada enfermero con título universitario. En la ciudad de Buenos Aires el número trepa a 19 médicos por cada enfermero.
La preocupante estadística, que se mantiene desde 2010, surge de un trabajo realizado por los investigadores del Centro de Implementación de Políticas Públicas (Cippec) Daniel Maceira y Cintia Cejas (gracias a un subsidio de la Organización Mundial de la Salud, el único otorgado a un equipo de América latina), que analizó nuestro sistema sanitario. El mismo estudio rescata que en países como Canadá o España, la relación es inversa: hay más de cinco y tres enfermeros por cada médico, respectivamente.
El resultado es un desequilibrio que se traduce en más trabajo, más pacientes repartidos sobre menos hombros por el mismo sueldo. "Siempre faltan enfermeros", concuerdan los expertos, y aseguran que es necesario incrementar la cantidad y revertir la tendencia vigente de un exceso de médicos por sobre las restantes profesiones de la salud.
LNR las escucha a ellas, casi siempre ensombrecidas por la figura del médico. A su vez, se incluye el testimonio de un hombre, joven estudiante de Enfermería, que da sus primeros pasos en una carrera históricamente femenina. Historias de vidas muy distintas, que se acercan a la misma meta: todos son profesionales en el arte de cuidar.
Josefina Werner
Un Angel para los chicos
A las 5.15 suena el despertador de Josefina Werner. En menos de dos horas deberá atravesar el contaminado centro de la ciudad de Buenos Aires para llegar al ambiente más aséptico del Hospital Garrahan: la Unidad de Trasplante de Médula Osea. Allí, las ventanas están selladas y el aire se purifica a través de filtros; hay un sistema de lavado de manos antes de ingresar y otro de doble puerta previo a pisar la sala esterilizada. Son siete las camas y tres las enfermeras por turno que atienden a los pacientes de hasta 18 años que ven en esta operación de altísimo riesgo la única opción de ganarle la pulseada a la muerte que amenaza desde distintas enfermedades, en la mayoría de los casos, cáncer.
Son pequeños a los que les espera una lucha gigante. Sufrirán un dolor agudo y persistente, ya que se los induce a un estado de cero defensas antes del trasplante y, también, vivirán algo desconocido: la aislación total. Serán días, semanas y meses de estar lejos de sus familias -sólo un pariente puede acompañarlos e ingresar a intervalos fijos-, de sus amigos de colegio, de todo el mundo exterior que simboliza un peligro para ellos.
Pero ahí, durante el mes o los seis meses que dure el tratamiento, estará ella. Josefina es muy delgada, ágil y sonriente; su pelo rubio y largo más sus ojos de un celeste transparente le infunden un aura angelical. Hoy no viste el uniforme reglamentario, sino una camisa blanca con flores cosidas y unos jeans. Mientras juega con la lengüeta de su sandalia, recostada en el sillón del living de su casa en La Horqueta, reflexiona: "A veces pienso en lo poco que se entiende nuestro trabajo. No es sólo preparar las pastillitas o dar una inyección. Son tantas cosas las que uno necesita al estar internado. Necesidades básicas de dolor, de higiene, de respirar, de miedo. El estado de enfermedad es muy real, muy honesto, muy profundo. No hay mucha careta cuando estás así".
Su trabajo en la Unidad de Trasplante es quizás uno de los más exigentes para una enfermera, porque no puede distraerse ni un segundo; hay hemorragias constantes y el paciente sin capas, como se lo llama por no tener defensas, en cierto momento del tratamiento necesita asistencia para todo: comer, tragar, ir al baño, hasta para respirar. Se los tiene como en una caja de cristal.
"Ahora tenemos a una chiquita que hace más de 130 días está encerrada -detalla Josefina, que tiene 30 años, pero aparenta muchos menos-. Soy la única conexión con el exterior. Trato de salir a correr y hacer actividades para llevar aire fresco al volver."
Al hablar mueve en círculos sus manos blancas y desnudas de anillos y pulseras. "Los chicos son muy dóciles si lográs que confíen en vos; son chiquitos, pero de alguna forma fueron obligados a crecer rápido por la enfermedad. Hay que hablarles con honestidad -destaca Werner, que hace más de cuatro años trabaja en la Unidad de Trasplante-. Los menores de 8 años no sufren tanto el aislamiento. Sí sufren no poder correr y jugar. Están todo el día durmiendo porque se sienten mal, muy mal. No pueden tragar, el tracto gastrointestinal se altera completamente con la quimioterapia y las bocas quedan llagadas, inflamadas."
Josefina ya era licenciada en Enfermería cuando su madre enfermó de cáncer de pleura. Durante todo un año ella fue quien le aplicó la morfina y la cuidó cada día al volver del hospital hasta el día de su muerte. "Trabajaba en el turno noche del Garrahan y después volvía a casa para atender a mamá. Estaba todo el día despierta. Le hice un tratamiento en casa. Quería estar cerca. Fue el privilegio más grande", dice con la voz quebrada y una sonrisa valiente, empañada por sus lágrimas.
"Siempre fui de querer cuidar; eso lo heredé de mi mamá. Esta carrera está cortada a mi medida. Me siento plena en esta profesión. Me encanta ir a trabajar. Vivo muerta, cansada, pero al mismo tiempo me encanta el trabajo", asegura la enfermera, recibida en la Universidad Austral, de delicados rasgos, que en pocas horas volverá a sus pacientes, pequeños y frágiles.
Eduardo Dueñas
Bendito tú eres
"Hice más en un año de enfermerIa que en tres de medicina"
Al principio se lo contó como un chiste; quería ver su reacción. No iba a ser tan fácil que su padre aceptara el cambio de carrera: de Medicina a Enfermería. Eduardo Dueñas tiene 26 años y tuvo que soportar varios chistes y romper varios prejuicios hasta llegar a su vocación, la Enfermería. Primero, el de ser hombre en una carrera unida en el imaginario colectivo a la figura femenina; segundo, el de una profesión que no encuentra el reconocimiento que merece ni social ni monetariamente.
"No importa lo que digan los demás. Encontré una profesión con muchísimo valor, que está a la par de Medicina, Ingeniería y Abogacía. Y yo sé que se requiere de una persona muy fuerte y empática para estar genuinamente con personas enfermas que no son familiares. Al final del día todos son familiares", destaca Dueñas, mientras su novia de 21 años, Ayelén Corradi, también estudiante de Enfermería, lo mira con admiración.
Hoy, tanto su madre, abogada, como su padre, economista, observan su esfuerzo y comprenden un poco más el mundo de la enfermería a través del sacrificio y la entrega de su hijo.
"La gente cree que no requiere conocimientos y pensaban que para mí sería un trámite. La verdad es que Enfermería requiere de mucho estudio, porque no sirve de nada hacer los procedimientos si no sabés por qué o cuáles son las consecuencias de los mismos", expone Eduardo, desde su departamento del barrio de Caballito.
Vos estás para otra cosa. Para algo más. Sos más inteligente, le decían a Ayelén cuando se anotó en Enfermería, luego de abandonar Medicina. Ella estaba en el Ciclo Básico Común (CBC) cuando se pasó a Enfermería; en cambio, Eduardo ya había cursado tres años para convertirse en médico en la Universidad Favaloro.
"Noté un gran cambio cuando empecé a estudiar Enfermería; más que nada en la gente. Acá todos tienen historias, en Medicina no es así. Aprendí a manejarme con las personas. Hice más en este año de enfermería que en los tres de medicina", compara Eduardo, que cursa el segundo año de la carrera, donde además de estudiar la teoría, a los pocos días de comenzar, estaba cuidando a pacientes del Hospital Británico.
Sus miradas se encontraron en el segundo día de clases y al poco tiempo ya estaban de novios. Vistos de cerca, parecen hermanos. Tanto la manera de hablar como los gestos y el tono de voz compasivo que adoptan cuando nombran algún paciente son similares, casi idénticos. "Somos iguales. Al toque hubo esa conexión. Somos artistas: él es músico y yo, pinto", define Ayelén.
"Bañar a alguien es algo muy poderoso", describe el estudiante de Enfermería que guarda en su memoria bien fresco el recuerdo del primer baño que tuvo que dar. Era una mujer inmóvil de unos 89 años, que se disculpaba constantemente por necesitar esos cuidados. "Estaba lúcida. Le lavé los ojos muy despacio. Era la primera paciente y estaba nervioso. Al otro día cuando pasé por su cama ya no estaba, se había muerto", se lamenta Eduardo, y agrega que lo más difícil de su profesión es no involucrarse tanto.
"Yo había atendido a un paciente por un tiempo. Después se lo pasaron a él y se le murió -cuenta Ayelén y se queda pensativa. Se detiene en eso de decir se le murió-. Es como que es propio, ¿no? Y eso no está bien."
Desde un cómodo sofá, Eduardo analiza por qué no hay más jóvenes estudiando Enfermería: "No les gusta la idea de recoger materia fecal, orina y bañar a un paciente. Se creen que es sólo eso. No es así. Además, no está bien pago ni bien visto socialmente."
Doreen Florence Dover
Un símbolo de la profesión
"Hasta los azulejos temblaban cuando pasaba", recuerda una de las enfermeras que trabajó bajo la mirada siempre alerta de Doreen Florence Dover, la directora de Enfermería del Hospital Británico durante 29 años. Y Doreen pasaba todos los días. "Me tenían, debo admitirlo, mucho respeto. Nunca llegué cinco minutos tarde al trabajo", dice Doreen, que fue condecorada en 1994 por la corona británica por sus años de ejercicio profesional en beneficio de la comunidad.
Su recorrido por las 235 camas del hospital duraba alrededor de cuatro horas, porque se detenía en cada paciente para hacerle la misma pregunta: ¿Cómo se siente hoy? "Hablaba con cada uno de ellos para escuchar sus historias y también sus quejas", comenta la enfermera jubilada, en su elegante departamento en Olivos. Luce una camisa de seda escocesa con los puños y el cuello blancos y una pollera azul que le llega hasta sus finos tobillos. Aún hoy, cerca de cumplir 80 y retirada de sus funciones desde hace una década, sigue ayudando a la comunidad a partir de diferentes actividades, como la venta de galletas, de ropa y muebles para recaudar dinero.
Su padre, un químico destacado, partió de Inglaterra y se instaló en Santa Elena, Entre Ríos, contratado por el frigorífico Establecimientos Argentinos de Bovril. Allí, en una elegante casa, donde se respiraba el aire de una campiña británica, pasó una infancia feliz junto a su hermana gemela Margaret.
La decisión de convertirse en enfermera llegó de repente. Hoy no recuerda la razón exacta. En aquel entonces, 1950, no era tan extraño que una señorita de clase media alta demostrara semejante inclinación. "Había chicas del sur, hijas de galeses. Eramos todas de habla inglesa. Con el paso del tiempo, esa exigencia se fue perdiendo porque no venían enfermeras a postularse", se lamenta Doreen que inició sus estudios en la escuela de enfermería del Hospital Británico, una de las más antiguas del país y que sigue los lineamientos de la mítica Florence Nightingale.
"Mañana estás en casa", le dijo su madre en tono desafiante cuando vio el cuarto en donde la adolescente Doreen iba a dormir en sus próximos años de estudio. "Pero no fue así para nada", dice, y busca su objeto más preciado: una impoluta cofia blanca de organza, que despide olor a naftalina, pero que despierta en su memoria el consejo que le dieron al mismo tiempo que esa simbólica cofia. Nunca cierres la puerta de tu despacho, así siempre irán a confiarte sus problemas, le recomendó su precursora. "Y así fue -destaca-, la puerta de mi despacho siempre estuvo abierta para quien quisiera cruzarla."
En su época como directora lo conoció al príncipe Carlos. "Vino de visita al hospital y tomó el té con diez enfermeras de habla inglesa. Después, lo lleve a la sala a hablar con un paciente", recuerda.
Para esta mujer de 79 años, considerada en el Hospital Británico como todo un símbolo de la profesión, lo imprescindible en una persona que está por convertirse en enfermera es la honestidad. "Es lo más importante, porque una está manejando medicamentos. Si uno dice que dio una inyección y no la dio... También tiene que ser confidente. A veces escuchaba a las chicas hablar en colectivos de los pacientes y no se debe hacer eso. No son temas para hablar en un té", aconseja Doreen, a quien le cuesta aceptar los cambios que se van dando con el paso del tiempo dentro del hospital, como la simplificación del uniforme de la enfermera. "Ahora, la matron (la directora de enfermeras) no usa cofia. Es administrativa. Una lástima. Me acuerdo de los médicos ingleses que venían y me decían nunca cambien el uniforme. A mí me parecía muy digno", defiende Doreen, con la vista fija en la foto que la retrata uniformada en azul marino y blanco en sus años de líder.
Casi medio siglo, 48 años, vivió entre las paredes del Hospital Británico, en la Casa de las Enfermeras junto con sus colegas. Recién la abandonó cuando se casó, al cumplir 40. Su marido, que falleció hace pocos años, le había sugerido que dejara de trabajar, pero ella permaneció en su puesto hasta los 68. "Es tan lindo ayudar al prójimo. Siempre lo digo, porque la gente a veces se puede olvidar."
Nora Saldivia y Gladys Del Valle
Amigas en emergencias
"Sentimos la sirena"
Sentadas frente a frente en una atestada pizzería de Vicente López de acústica agresiva, Nora Saldivia y Gladys del Valle no necesitan elevar la voz para entenderse. Luego de casi veinte años de trabajar codo a codo en el Hospital Municipal Houssay, dentro de las paredes blancas de la guardia de emergencias donde la vida o la muerte se decide en segundos, aprendieron que a veces las palabras sobran y los gestos salvan.
"Era mirarnos y saber", asegura Gladys, de 48 años, con voz suave y ronca, mientras exhala el humo de su cigarrillo. La mamá de Gladys no llegó a terminar el tercer grado y trabajaba de mucama; ella también lo hizo durante un tiempo en un psiquiátrico, pero ahí se dio cuenta de que quería más de la vida; quería perseguir el sueño y ponerse el uniforme que imaginaba cuando era chica: el de enfermera. "A los 8 años ya lo sabía. En mi colegio era la encargada del botiquín, con el brazalete que tenía dibujado la cruz roja", recuerda.
Su amiga o su hermana mayor, como la llama Gladys, es Nora, de 54 años. Nora también comenzó trabajando como mucama en un hospital; limpiar tubos, fregar los pisos y hacer las camas era su rutina hasta que levantó la mirada y empezó a observar a las mujeres de uniforme que cuidaban a los enfermos y quiso ser como ellas.
En la escuela de la Cruz Roja les enseñaron el ejercicio de la enfermería; en la guardia del hospital Vicente López lo aprendieron.
"Te llega todo en crudo, tal cual lo levantan de la calle, del agua, debajo de un auto, quemado, caído de altura o de un accidente de moto sin casco. Llegan las peleas entre barras que a veces la siguen en el hospital o también entre personas alcoholizadas que de tanto tomar no se reconocen entre sí", enumera Nora.
Fue allí que comenzaron a sentir la sirena. "La adrenalina de la guardia es lo que hace que después de todo un día termines hecha bolsa y al siguiente vuelvas con energía", explica Nora. "Lo que te da la emergencia no te lo da nada ni nadie", la interrumpe Gladys.
Llevan el pelo rubio, al borde del platinado, y se tratan con una familiaridad de las que se adquiere con los años. Poseen un humor que no nace sólo de la confianza; tiene que ver con su manera de lidiar con la enfermedad y la muerte. "Tenemos un sentido del humor muy especial, muy negro; es por estar tanto tiempo codeándote con la muerte, se da como un bloqueo. Es entre nosotras; no nos reímos de un tercero", aclara Gladys.
Las anécdotas y los casos que suman en sus 18 años de trabajo en conjunto son muchos. La chica que se colgó porque la mamá le decía gorda; la mujer que se tiró debajo del tren porque su marido la engañaba y perdió un brazo y una pierna en las vías; el paciente que se paseaba desnudo por el buffet. Están las curiosas, hasta cómicas, y las que ensombrecen su cara de golpe y por largo rato, como cuando tuvieron que atender a un compañero suyo que llegó a la guardia junto a la persona que le había disparado. "Por ejemplo, ante un chico que llega quemado tengo que bloquearme. No puedo pensar que es una criatura. En ese momento, no puedo pensar. Lo dejo para después", insiste Gladys.
"Somos la segunda promoción de enfermeras legistas de la Argentina", informa Gladys, y explica que esta especialización les permite actuar como peritos en los juicios en que se debe dilucidar si el enfermero procedió dentro de los límites legales del ejercicio de su profesión.
"No ejercemos, pero nos permite aconsejar a compañeros. Muchos pierden sus matrículas por hacer más de lo que pueden. Hay un enfermero del Pirovano que perdió la matrícula y su casa. Llegó un paciente con un paro cardíaco en la madrugada. El médico estaba durmiendo, como siempre. El que te dice que el médico no duerme a la noche te miente. Entonces, él lo intubó, cosa que nosotras sabemos pero no debemos hacer, y se murió. Hubiera fallecido de cualquier manera, pero la familia le inició juicio. Se corta el hilo por lo más fino", se explaya Gladys.
Otro de los fantasmas que acechan la legalidad de la vida hospitalaria es la adicción a los fármacos de los trabajadores de la salud. "Y sí, existe" -confirma Nora-. Ni se te ocurra preguntar porque lo van a negar. Algunos se arrodillan para pedirte por favor un diazepam, lo necesito."
Según Gladys, que asiente ante cada palabra de su compañera: "Te das cuenta por las actitudes; te roban medicación. Un día te falta una morfina; al otro día te vuelve a faltar. De repente, cuando se ausenta un enfermero no te falta nada. Ahí sabés que es él", resuelve Gladys, que en una oportunidad tuvo que hablar con las autoridades porque las miraban a ellas como sospechosas. En esa oportunidad también fueron juntas a enfrentar el problema.
Hace más de un año, Gladys se despidió de la guardia y de su compañera. Ahora trabaja en el Sanatorio Anchorena. "Extraño sentir la sirena", le dice a Nora, que la mira y la entiende al instante.
Candelaria Lanusse
Entrega sin fronteras
El primer día se sintió una hormiga blanca. Era el año 2004 y acababa de aterrizar en Calcuta donde, respondiendo a una corazonada, se ofreció como voluntaria. Se encontró en una ciudad enloquecida, un enjambre de gente que la miraba y la señalaba. Agobiada por el calor y la pérdida de su equipaje en el vuelo, a Candelaria Lanusse la recorrió un escalofrío que no llegó a convertirse en pánico y que en sólo tres meses se transformó en la certeza de una nueva vida.
"Se convierte en un vicio hacer algo en lo que te sentís útil; algo que valga la pena", dice la enfermera, de 33 años, recibida en la Universidad Austral, que acaba de regresar de Níger, uno de los países más pobres del mundo, donde atendió una emergencia de malaria como parte de un proyecto de Médicos Sin Fronteras (MSF), donde trabaja desde 2006.
Desde chica, la impresionaba la sangre. El test vocacional la situó en Abogacía, aunque ella estudió durante tres años Psicopedagogía. No era nada fácil prever que llegaría a ser una apasionada enfermera sin fronteras. De una epidemia de cólera en Zimbabwe a otra en Zambia, de una crisis nutricional en República Centroafricana u otra en Yemen, de un brote de meningitis en Níger a uno de malaria. La malnutrición infantil es la problemática que más la atrae.
"Son proyectos duros y, a la vez, increíbles. Se dan, por ejemplo, si el año anterior hubo una cosecha muy mala por la sequía, y se le suma el lapso que en muchos países africanos se llama período de hambre. En ese momento es aún más difícil conseguir comida. Pasó cuando fuimos a Etiopía. Fue poner un pie ahí y no dudarlo: nos quedamos", resume.
Al llegar, lo principal es medir la malnutrición en los chicos, que puede ser de dos tipos: el marásmico, que es el flaquito de piel y huesos, y el que en vez de perder peso desarrolla edemas y se hincha como un globo. "En este caso, empieza en los pies y va subiendo. Si no los tratás bien, es una bombita de tiempo. Los ves y parecen gorditos, pero es pura agua", describe.
El día que se levantó el primer centro de salud se internaron 180 pacientes, todos malnutridos severos con complicaciones, a quienes se les daba leche cada tres horas y, luego, cuando evolucionaban, pasta de maní. "Era muy raro, porque estábamos atendiendo a chicos malnutridos rodeados de cultivos que crecían verdes y altos. Es una zona muy fértil, pero eso sólo se cosechaba al año siguiente", advierte.
Su primer desafío dentro de MSF llegó con el primer destino en una zona caliente: República Centroafricana. El conflicto bélico en el norte entre grupos rebeldes y oficiales dificultaba el acceso a los centros de salud para la población. "El objetivo era darle acceso a la salud a las víctimas del conflicto y a los que no tenían nada que ver; atendíamos a todos sin importar de qué bando eran. Pusimos clínicas móviles para las personas que estaban alejadas", destaca Lanusse, mientras se acomoda en la silla de un bar de San Isidro, donde creció y sigue volviendo para visitar a su familia.
Levantar una tienda gigante y blanca donde antes había polvo o selva a modo de centro de atención de cólera, improvisar una clínica con carpas y lonas de plástico para controlar la malaria, palpar las crisis, epidemias, emergencias, los brotes, hacerle frente a la subnutrición, al desastre en los rincones olvidados del mundo. Esa es la tarea del enfermero expatriado. "Nuestro rol es importante, pero no existe sin el del enfermero nacional. El expatriado tiene experiencia y capacidad de gestión, pero nosotros seremos cinco que llegan y ellos cientos. Ellos hacen el trabajo duro", elogia Lanusse, que trabajó en la Unidad de Emergencia, el grupo de personas que está todo el tiempo a la espera de una llamada para salir disparados, cuando sea necesario, hacia remotos destinos.
La humildad es palpable en cada una de sus palabras. Una cualidad aprendida quizás en su larga estadía junto a las Misioneras de la Caridad en Calcuta, donde comenzó fregando pisos hasta que la monja que estaba a cargo la fue conociendo más y le encomendó tareas más específicas, propias de una enfermera.
"Mucha gente me pregunta por qué no lo hago acá, en la Argentina. A mí me gusta el tipo de trabajo de emergencia que se hace en MSF y, como me encanta viajar, siento que combino ambas cosas. Para irme al interior tengo toda la vida; para hacer esto, no.".
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